En el corazón del frío Wisconsin, en un pueblo diminuto llamado Plainfield, vivía un hombre solitario de mirada vacía y sonrisa temblorosa: Ed Gein.
Para los vecinos era simplemente “ese tipo raro del campo”, un poco extraño, sí, pero inofensivo.
Nadie imaginaba que detrás de su aspecto tímido y su voz tranquila se escondía uno de los capítulos más macabros y paranormales de la historia estadounidense.
Gein vivía solo en una granja vieja y desvencijada, rodeada de bosques y niebla.
Desde que su madre Augusta murió en 1945, el lugar había quedado en ruinas… salvo por una habitación: la suya.
Ed la mantuvo cerrada, intacta, como si ella aún estuviera viva.
Afuera, el polvo cubría los muebles; dentro, el tiempo parecía haberse detenido.
Esa casa se convertiría en el epicentro de una energía tan densa y enferma, que muchos aseguran que todavía hoy puede sentirse algo allí, incluso después de que fuera destruida por un incendio misterioso.
El amor que se transformó en locura
Augusta Gein era profundamente religiosa. Creía que el mundo estaba corrompido, que las mujeres eran instrumentos del pecado y que solo ella podía guiar a su hijo hacia la pureza.
Ed creció bajo su dominio absoluto.
Cuando ella murió, algo dentro de él se quebró para siempre.
Dicen que empezó a escuchar su voz.
Que lo llamaba desde el otro lado.
Que le pedía que la trajera de regreso.
Y él obedeció.
El ritual de la resurrección
Gein comenzó a visitar los cementerios cercanos por las noches.
Con una pala y una linterna, desenterraba los cuerpos de mujeres recién fallecidas que se parecían a su madre.
Las llevaba a su casa, donde las diseccionaba con precisión quirúrgica.
Usaba su piel para confeccionar lámparas, sillas, guantes y hasta un “traje” completo hecho con piel humana.
Decía que así podía “sentirla cerca”.
Los vecinos lo veían de día en la tienda, sonriente, amable, comprando herramientas o víveres.
Nadie sospechaba lo que ocurría cuando caía la noche.
El día que el infierno abrió sus puertas
El 16 de noviembre de 1957, una mujer llamada Bernice Worden, dueña de una ferretería, desapareció.
La última factura emitida llevaba un nombre: Ed Gein.
La policía fue a su granja para interrogarlo…
y lo que encontraron dentro de aquella casa cambió la historia del crimen para siempre.
Cráneos convertidos en tazones.
Máscaras hechas con rostros humanos.
Un cinturón elaborado con pezones.
Y el cuerpo de Bernice colgado como si fuera un animal de caza.
La escena era tan inhumana que algunos oficiales renunciaron después de verla.
Pero lo más inquietante fue el aire del lugar: una sensación pesada, casi viva, que muchos describieron como si el mal tuviera presencia física.
El incendio y la maldición
Tras su arresto, la granja de Ed Gein quedó abandonada.
Los curiosos comenzaron a visitarla, buscando trozos del horror.
Algunos decían escuchar pasos en el granero, otros aseguraban ver una silueta moverse entre las ventanas tapiadas.
Pero antes de que el morbo se transformara en atracción turística, la casa ardió en una noche sin testigos.
El fuego consumió todo.
No hubo tormenta, ni rayos, ni electricidad.
Solo llamas.
Y hasta el día de hoy nadie sabe quién las encendió.
Los habitantes de Plainfield dicen que fue el propio espíritu de Augusta, la madre, quien no soportó ver lo que su hijo había hecho en su nombre.
Otros creen que fue Ed, desde su celda, quien la “llamó” una última vez… y ella respondió.
Ecos del más allá
Gein fue declarado mentalmente incompetente y pasó el resto de su vida en un hospital psiquiátrico, donde murió en 1984.
Pero su historia no terminó allí.
Cazadores, curiosos y periodistas que han visitado el terreno donde estuvo la granja aseguran haber sentido cosas inexplicables:
voces susurrando entre los árboles,
cambios bruscos de temperatura,
y una sensación de ser observados, como si alguien —o algo— aún habitara el lugar.
En ocasiones, dicen, una figura masculina aparece entre la niebla del campo, con un sombrero y una linterna vieja.
Nadie se acerca.
Porque todos saben que Plainfield no volvió a ser un pueblo normal desde que el “Carnicero” vivió allí.
Cuando los muertos no descansan
Las películas inspiradas en su historia —Psicosis, La masacre de Texas, El silencio de los inocentes— intentaron recrear su locura.
Pero ninguna logró capturar el verdadero horror de Ed Gein.
Porque lo suyo no era solo un crimen: era una conexión enfermiza entre amor, muerte y obsesión.
Quizás, más que un asesino, fue un hijo que nunca dejó de escuchar a su madre, incluso después de muerta.
Y tal vez por eso su espíritu, según cuentan los lugareños, sigue vagando por Plainfield, buscando la voz que nunca pudo dejar ir.